Por: Eduardo Rivera S.
CEO de Global Media Investment
Ayer, una imagen recorrió el planeta en segundos: Taylor Swift mostraba un anillo de compromiso de corte antiguo, con un diamante de entre siete y diez quilates, estimado en un rango que va de los 250,000 USD a más de un millón, aunque algunos expertos hablan de que podría valer hasta cinco millones. ¿Les parece poca cosa? Hablamos de una joya cuyo precio equivale al presupuesto completo de un municipio pequeño en México.
Al ver mi teléfono estallar con esa noticia, un contraste me brincó de inmediato. Swift puede darse ese lujo porque su carrera la ha convertido en la cantante más rica del mundo, con una fortuna estimada en 1,600 millones de dólares. Es innegable que sus giras baten récords. Entonces, claro, cuando ella se coloca ese anillo, el mundo lo celebra como símbolo de éxito y mérito.
¿Por qué hablo de ello? Pues porque, mientras tanto, en México vivimos la paradoja de tener un Gobierno que insiste en predicar la austeridad, pero donde varios de sus representantes aparecen en redes disfrutando lujos que contradicen el discurso. El caso más comentado hace unos días fue el de cenas en restaurantes de élite con cuentas superiores a los 2,500 euros por persona, viajes en jets privados o estancias en hoteles de cinco estrellas, todo bajo la sombra de un presupuesto público que debería destinarse a prioridades nacionales.
¿No es abismal la diferencia? Swift paga con el fruto de su trabajo, uno que realiza sobre los escenarios, mientras que los funcionarios mexicanos que presumen ostentación lo hacen con dinero público, y es justo ahí donde radica la indignación generalizada, no es el lujo en sí lo que molesta tanto a la gente, sino el origen de los recursos que usan para dárselos.
Para entenderlo mejor, pensemos en lo que esas cifras significan para un mexicano promedio. El anillo de Taylor Swift, de alrededor de 111 millones de pesos, equivale a más de 5,600 años de salario mínimo en México, considerando el ingreso de 278.80 pesos diarios. Con lo que costó esa joya se podría financiar durante un año la nómina de cientos de empleados de salud o educación, o sostener proyectos comunitarios que hoy dependen de presupuestos raquíticos.
La diferencia radica en que, lo que para una artista representa un lujo legítimo, para millones de mexicanos sería la posibilidad de transformar su realidad cotidiana. Acá lo interesante es cómo lo recibe la opinión pública. La foto del anillo de Taylor Swift se viralizó con admiración, pues para muchos es la recompensa legítima al esfuerzo. Y, por otro lado, las imágenes de políticos en restaurantes de lujo se viralizaron con rabia, ya que, para la mayoría, es la evidencia de un abuso. Hablamos de viralidad, pero con distinta lectura.
La lección que nos deja este asunto es que nadie pretende negar el lujo, pero sí hay que ubicarlo en su justa dimensión. Me queda claro que un diamante millonario puede ser legítimo si lo compra una artista que llena estadios –o su futuro esposo, millonario jugador de futbol americano–; no hay por qué cuestionar cómo gastan ellos su dinero. Pero cuando se trata de quienes prometen representar a millones y manejar el dinero público con prudencia, cada bocado de caviar es una bofetada que ningún discurso puede justificar. La diferencia está en la integridad de quien ostenta el lujo.