México apostó por la construcción de “Coatlicue”, una supercomputadora pública que, según las autoridades, superará a cualquier infraestructura de su tipo en América Latina. La ambición no falta: serán más de 15,000 GPUs y una capacidad equivalente al trabajo simultáneo de 375,000 equipos convencionales. Estas cifras pueden impresionar a quienes se deslumbran con grandes anuncios, pero en el mundo empresarial uno aprende a desconfiar de todo proyecto que presume tamaño antes de demostrar utilidad real.
La Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones presentó “Coatlicue” como la llave que abrirá nuevas puertas para la investigación científica, la toma de decisiones públicas y el desarrollo tecnológico. No es poca cosa, porque esta supercomputadora permitirá resolver cálculos que, en máquinas comunes, demorarían meses o años. Hasta aquí, todo suena a modernidad.
Pero dicha modernidad cuesta, y en este caso la factura asciende a 6,000 millones de pesos. El Gobierno asegura que recuperará la inversión “mediante su uso en sectores estratégicos y mediante la venta de servicios al sector privado”. Esa promesa ya la he escuchado antes: cada administración cree haber descubierto la fórmula para que un proyecto monumental se mantenga por sí mismo. En la práctica, casi nunca ocurre.
El equipo funcionará dentro de unos 200 gabinetes refrigerados con agua, demandará enormes cantidades de energía, requerirá conectividad de primer nivel, y se conoció que se utilizará para estudios del agua, análisis de datos fiscales y aduaneros, telecomunicaciones, movilidad y más. Incluso se plantea como soporte para emprendimientos tecnológicos, y aquí es donde empiezan mis reservas.
Un aparato con esta magnitud no solo procesa datos; también los acapara. Y en un país donde las instituciones suelen confundirse entre lo público y lo discrecional, entregarles acceso a grandes volúmenes de información fiscal, sanitaria, de movilidad o telecomunicaciones sin controles estrictos, puede convertirse en un riesgo. Nadie debería hacerse ilusiones: una supercomputadora capaz de revisar millones de datos por segundo también puede convertirse en la herramienta perfecta para vigilar, perfilar y controlar a la población. Eso es más poder del que cualquier autoridad debería manejar sin contrapesos robustos.
“Coatlicue” es un paso importante para el desarrollo de México. El argumento se sostiene: hoy resulta imposible procesar el volumen científico global sin máquinas de esta categoría. El avance tecnológico no se detiene y el país no puede quedarse atrás. Pero el avance, por sí mismo, no garantiza sabiduría en su uso.
Lo que sí preocupa es que se hable de innovación mientras se mantiene la vieja práctica de concentrar información en manos de instituciones que no siempre rinden cuentas con claridad. Para un país la ciencia es vital; para un empresario, los datos son patrimonio. Si el Estado concentra ambos, la línea entre invención y dominio puede desaparecer sin que nadie lo note a tiempo.
“Coatlicue” puede impulsar estudios, puede apoyar a universidades y centros de investigación, puede incluso servir de motor para empresas que requieran cálculos masivos, pero también puede abrir la puerta a un nivel de control sobre la vida de los ciudadanos que ningún país con aspiraciones de libertad económica debería permitir sin una vigilancia estricta y reglas claras desde el primer día.
La ciencia avanza y nos corresponde decidir si se avanza con criterio o si se entregan los datos a una máquina sin exigir garantías.
